Cuento tomado del libro: Buzón de tiempo (1999). Mario Benedetti. Ediciones La Cueva. |
Nota adicional al cuento. Durante la dictadura militar argentina de los años 1976-1983 miles de presos politicos fueron arrojados con vida al Oceano Atlántico y al Rio de la Plata desde aviones militares en los llamados “vuelos de la muerte”. Durante esa época aparecieron muchos cadaveres a orillas de la playa.
– ¿Capitán Farías?
– Sí.
– ¿No se acuerda de mí?
– Francamente no.
– ¿No le dice nada el número 19?
– ¿Diecinueve?
– El preso 19.
– Ah.
– ¿Recuerda ahora?
– Eran tantos.
– No siempre. En el avión éramos pocos.
– Pero usted…
– ¿Estoy oficialmente muerto?
– No dije eso.
– Pero lo piensa. Para su información le diré que no soy un espectro. Como puede comprobarlo, estoy vivo.
– No entiendo nada.
– Sí, es difícil de entender. Y sepa que no le voy a contar cómo sobreviví. Parece imposible, verdad? Ustedes trabajaban a conciencia y con todas las garantías. Pero un vuelo es un vuelo y el mar es el mar. En el mundo hay varios mares, pero en el mar hay varios mundos.
– No me venga con disparates. Esto no puede ser.
– Sí que puede.
– ¿A qué vino? ¿Qué quiere?
Farías estaba recostado en el cerco de su jardincito. El 19 estaba de pie, apenas a un metro de distancia.
– Nada en especial. Sólo quería que me viera. Pensé: de pronto le quito un peso de la conciencia. Un muerto menos, qué le parece? Aunque deben quedarle algunos otros que aún no contrajeron el vicio de resucitar.
– ¿Es dinero lo que pretende?
– No, no es dinero.
– ¿Entonces qué?
– Conocer a su familia. Por ejemplo a su señora, que justamente es de Tucumán, como yo. Y también a los chicos.
– Eso nunca.
– ¿Por qué no? No voy a contarles nada.
– Oiga, no me fuerce a asumir una actitud violenta. Ni a usted ni a mí nos haría bien.
– ¿A mí por qué? Nada hay más violento que ingresar al mar como yo ingresé.
– Le digo que no me obligue.
– Nadie le obliga. Eso que hizo antes, hace ya tantos años, ¿fue por obligación, por disciplina o adhesión espontánea?
– No tengo que dar explicaciones. Ni a usted ni a nadie.
– Personalmente no las necesito. Lo hizo por una razón no tan extraña: no tuvo cojones para negarse.
– Qué fácil es decirlo cuando los cojones son de otro.
– Vaya, vaya. Una buena frase. Lo reconozco.
El otro se aflojó un poco. Se le notó sobre todo en la tensión del cuello.
– ¿No me va a hacer entrar en su hogar dulce hogar? Ya le dije que a los suyos no les contaré “lo nuestro”, y yo suelo cumpplir lo que prometo.
Por primera vez Farías lo miró con cierta alarma. Algo vio en los ojos del 19.
– Bueno, venga.
– Así me gusta. No se me oculta que este gesto suyo incluye algo de coraje.
De pronto, el 19 de encontró en un living, sencillo, arreglado con modestia pero también con mal gusto. Farías llamó: “Elvira!”. Y Elvira apareció. Una mujer con cierto atractivo, todavía joven.
– Este amigo -dijo Farías más o menos atragantado- es coterráneo tuyo.
– ¿Ah sí? –la mirada de la mujer se alegró un poco-. Es de Tucumán?
– Sí, señora.
– Y de dónde se conocen?
– Bueno –dijo Farías-, hace mucho que no nos veíamos.
– Sí, unos cuantos años – dijo el 19.
Hablaron un rato de bueyes perdidos y encontrados. Entraron los niños. El 19 repartió besos, les hizo las preguntas rituales.
– ¿Usted es casado?- preguntó ella.
– Viudo.
– Caramba, lo siento.
– Hace cinco años que falleció mi mujer. Se ahogó.
– ¡Qué terrible! ¿En la playa?
– Cerca de una playa.
Siguió un silencio helado. Farías encontró una salida.
-¡Vamos, chicos! A hacer los deberes, que ya es tarde.
-Y usted, ¿vive solo? – preguntó Elvira.
– Sí, claro.
No le preguntó si tenía hijos, temiendo que también se hubieran muerto.
Con un movimiento casi mecánico, sólo por hacer algo, el 19 se sacudió con la mano los bajos del pantalón.
– Bueno, no quiero molestarlos, Además tengo que estar en Plaza Italia a las siete.
Cuando el 19 apretó la mano de Elvira, tuvo una sensación extraña. Entonces ella se acercó más y lo besó en la mejilla.
– Siento mucho lo de su esposa.
– ¡Vamos! – dijo Farías, a punto de estallar.
– Sí, vamos – apoyó con calma el 19.
El dueño de casa lo acompañó hasta la verja. Allí miró fijamente al 19, y de pronto, sin nada que lo hubiera anunciado, rompió a llorar. Era un llanto incontenible, convulsivo. El 19 no sabía qué hacer. Ese diluvio no figuraba en su programa. De pronto el llanto cesó bruscamente, y Farías dijo, casi a los gritos, tuteándolo:
-¡Sos un fantasma! ¡Un fantasma! ¡Eso es lo que sos!
El 19 sonrió, comprensivo, dispuesto a hacer concesiones. Y también se incorporó al tuteo.
– Por supuesto, muchacho. Soy un fantasma. Al fin me has convencido. Ahora limpiate los mocos y andá a llorar en el hombro de tu mujercita. Pero a ella no le digas que soy un fantasma, porque no te lo va a creer.
Del libro «Buzón de tiempo» (1999).